JOSÉ MARÍA DÍEZ


Exilio XIV. Grafito sobre papel, 12x22 cm. 

 

LEONARDO, EL POR FIN HALLADO

Ocurrió en Vinci que los gatos venían a mí con una dulzura muy familiar, como si un flautista de Hamelin les encantara a su paso. Me acordaba de Emilio, mi primer felino, blanco y negro como este que me rondaba ahora complaciente y sereno. Presidiendo aquel cortejo estaban la iglesia de la Santa Croce, de una esbeltez elegante, serena, muy proporcionada; y el Museo Leonardiano da Vinci, sólido en su estructura pero de graciosa factura, muy delicadamente encajadas entre sí sus naves de distintas alturas y proporciones. Aunque costó aparcar el Peugeot rojo que traíamos desde Extremadura, mereció la pena el tiempo empleado, porque el paseo resultó agradable. Habíamos dejado atrás el barullo de las rutas toscanas más infestadas de turistas, y para nuestro bien fuimos invadidos por el silencio de unas pocas calles casi deshabitadas que guardaban toda la placidez de la siesta. Bajo el sopor -para nada hostil, por cierto- aquellos parajes estaban intactos, probablemente con la misma apariencia que lucían en los tiempos en que su hijo predilecto jugaba de niño. 

Había que subir al lugar de Anchiano al encuentro de Leonardo en su casa natal. De planta en forma de ele, se asentaba en un rellano al lado derecho de la carretera. El sitio lo guardaba un lugareño anciano y rechoncho. Nos recibió casi con alborozo, tal vez porque por aquellos lares no se veían multitudes deseosas de consumir historia. Estábamos solos con aquel hombre que enseguida se fue a nuestro encuentro para hablarnos de Leonardo y de su época, porque, en verdad, el recinto, casi vacío de cualquier contenido, ofrecía muy poca información al respecto. Por nuestro acento, el viejo detectó enseguida que éramos españoles. Gli spagnoli, i portoghesi, i greci, gli italiani...! Ah! Siamo tutti molto simili! Siamo fratelli! Non siamo come i cinesi, i giapponesi, i coreani ...! He de confesar que nunca me había sentido antes tan perteneciente a la casta mediterránea. Y eso me hizo feliz. Estar allí, donde nació el genio, con un hombre que se expresaba con cuerpo y lengua casi como yo, no era una cuestión menor; muy al contrario: fue como una experiencia religiosa para un fiel devoto del renacimiento. Y todo ello pese a que de restos materiales, como digo, sólo quedaba el habitáculo. 

Pero, como existe el alma, también existe un lugar común donde viven todas las que son o han sido, un lugar sin pasado ni presente, sin razón social, fuera de los mapas. Y allí me fui. Una vez en el pueblecito, sólo cuando volví a tener a los meninos cerca de mí, fui consciente . Tomé a uno en mis brazos, y en su pelaje sentí colores y brumas, caricias en el alma que venían de otro alma, cercana y viva. Atardecía. Miré el paisaje que tenía enfrente, y de allí me llegó toda la esencia más volátil del hombre que buscaba.