ELOGIO A LA PAZ DE LOS CIPRESES
Grafito sobre papel, 10 x 20 cm
ELOGIO A LA PAZ DE LOS CIPRESES
Cuando éramos niños, los cipreses tenían mala fama, Seguramente se debía a que formaban parte de la estampa del cementerio, porque sobresalían con autoridad de las tapias blancas que acotaban un lugar donde se suponía que no existía la vida. Curiosamente, por el contrario, los teníamos muy presentes en el colegio, un lugar lleno de bullicio y vitalidad. Desde sus ventanales, se levantaban algunos ejemplares, y yo me embelesaba en su contemplación.
En la adolescencia, con las lecturas de la Generación del 27, Gerardo Diego me puso el ciprés de Silos no sólo en los ojos, sino en el alma, y a partir de ahí, un ciprés siempre me alegra la vida, por mucho que se pueda asociar a la muerte. Un lugar que tiene un precioso sendero de cipreses es el espacio arqueológico de los columbarios romanos, junto a la Casa del Mitreo, en Mérida. Siempre que puedo, entro en la paz por un módico precio, y entre ciprés y ciprés, me recreo con bellas citas de clásicos de la literatura latina.
Me satisface dibujar cipreses. Me pierdo en la verticalidad que les ancla a la tierra, como si en el gesto de firmeza se agarraran a una idea alta y noble, quizá estoica. Su arraigo clásico (no en vano, el género proviene de Chipre, de ahí su nombre) merodea por mi cabeza cuando los trazo con gestos que nacen caprichosamente de mi memoria, que almacena ejemplares según van apareciendo a mi vista. Elogio la paz de los cipreses no sólo porque guardan a nuestros muertos, sino también porque entre ellos siento la fuerza de una vida eterna que nada tiene que ver con el final.
<< Volver al blog