JOSÉ MARÍA DÍEZ

   
El río sin final. Grafito sobre papel, 14x26 cm

 

INSTINTO GEOGRÁFICO

Todavía es un misterio para mí la atracción tan poderosa que siento por la geografía. No encuentro respuesta clara a tal enigma. Una hipótesis es que esa pasión me sugiriera en la infancia un fuerte deseo de libertad innata, un deseo de conocer el mundo, de anular fronteras. El caso es que desde muy pequeño me cautivaron los mapas físicos y políticos, los atlas, las enciclopedias donde podía buscar los ríos, los cabos, las ciudades, los picos más altos con la nieve perpetua. Recuerdo sin vacilar los ocho ríos más importantes de Europa, que Don Paco nos escribió en la pizarra: Elba, Rin, Sena, Loira, Ródano, Po, Danubio y Volga. La geografía me servía también para explicar la historia, otra de mis grandes pasiones. Así, Mesopotamia era una de esas palabras mágicas que me enraizaban con el universo. Amaba sus valles, entrevistos en los libros y recreados en la imaginación. En ellos encontraba el origen del hombre como ser civilizado. Por aquellos días tenía otro mito fotográfico: el Matterhorn, o Monte Cervino. Qué fascinación contemplarlo en la misma foto, una y otra vez. Qué ganas de poseer aquello que no tenía: un monte alto y señorial que dominara el mundo. Vivía en poblachón llano, sin río, sin accidente alguno que llevarme a los ojos. Tal vez fuera eso: la desolación del paisaje desarbolado, únicamente ocupado por viñedos que, con el frío, se quedaban pelados, sin fronda, exentos de vida. Tiempo después, sin embargo, aprendí también a amar esa desolación como otro tipo de espiritualidad, mucho más austera, como un monje de Zurbarán, para completar el círculo geográfico del mundo.