Tiempo de Cavafis. Grafito sobre papel, 50x130 cm
MURALLAS
Sin consideración, sin piedad, sin recato
grandes y altas murallas en torno mío construyeron.
Y ahora estoy aquí y me desespero.
Otra cosa no pienso: mi espíritu devora este destino;
porque afuera muchas cosas tenía yo que hacer.
Ah cuando los muros construían cómo no estuve atento.
Pero nunca escuché ruido ni rumor de constructores.
Imperceptiblemente fuera del mundo me encerraron.
Constantino Cavafis
Siempre he pensado que la materia que conforma el alma se debe a la alimentación con la que la nutrimos. Por lo tanto, se es lo que se engulle: música, cine, pintura, escultura, arquitectura, literatura... Todo eso que entra por los sentidos va armando la esencia más sutil de cada uno. Llevo más de treinta años leyendo a Constantino Cavafis, casi siempre en noviembre y en febrero, cuando vienen los dioses a visitarme. Entonces, indefectiblemente, me dejo invadir por la brisa que me traen sus poemas. La primera edición de sus obras completas que tuve en mis manos la sacaba de la biblioteca municipal de Almendralejo, allá por 1986 (Hiperión; con traducción de José María Álvarez). En 1995, me compré un volumen de Alianza Editorial en cuya portada aparecía un bellísimo cuadro de Alma Tadema. Y recientemente adquirí un ejemplar bilingüe (griego-español), de muy elegante factura, editado por Pretextos y traducido por Juan Manuel Macías. Hasta hace unas fechas no he reparado en que, inconscientemente, estas lecturas de Cavafis se han depositado en mis papeles Schoeller como por arte de magia. Así, he visto como sus Murallas han ido desfilando por mis manos sin darme cuenta de que estaba retratando una idea: el mundo exterior frente al mundo interior; el asomarse a la vida desde una atalaya metafórica. No es que uno reniegue del mundo humano (todo lo contrario: lo necesita); pero anhela un tipo de vida que a veces ha sentido asomarse por los vericuetos de su trayectoria. En las iglesias, por ejemplo, incluso practicando un ateísmo nada beligerante. En las soledades de las montañas de la sierra de Cádiz; en los campos yermos de Castilla portado por uno de esos trenes verdes de entonces; en los precipicios noruegos, muy cerca del cielo; debajo del pino del Cortijo del Aire, en el cerro que cae por el pago de San Marcos, en mi tierra natal; en los ecos del teatro romano de Mérida, donde hice novillos muchas veces cuando estudiaba en la escuela de artes; en las cuatro paredes de mi habitación de adolescente, frente a mi estante lleno de libros y de discos. Son formas de soledades, de aislamiento, de búsqueda de una mística necesaria. Y lo mismo ocurre en el estudio, ese lugar mágico, amurallado y ungido, donde se fraguan los sueños con aquello que los griegos llamaban tékne, o sea, técnica, oficio o arte.