JOSÉ MARÍA DÍEZ


La patria movida. Óleo sobre tabla, 37 x 47,3 cm 

 

LA PATRIA MOVIDA

Al paso por ciertos lugares, y casi sin querer, uno husmea aquellos rastros que más le pertenecen. Resulta un acto instintivo. Es como si, irremediablemente, nos arrastrara una fuerza gravitacional que está en consonancia con las leyes de la naturaleza, y que nosotros tomamos con toda nuestra anuencia, con el placer en la piel de ser llevados a terrenos donde nos sentimos en el mejor de los hábitats. A estas alturas, uno lleva a cuestas una escogida colección de lugares así. Pero hay uno que pertenece al hueco más primigenio de mi alma. El lugar en sí no es más que un descampado escoltado por una puerta falsa y una tapia. Por allí he visto pasar mi vida desde los tiempos en que llevaba rodilleras en los pantalones. Casi año tras año podría poner escenas a un escenario que guarda toda la delicadeza que uno pone en la esperanza. Juegos con Tomás, embarrados los dos hasta los sobacos; degustaciones de pasteles sublimes de chocolate y moca, con una alucinógena envoltura de olor a café; paseos al atardecer dorado de junio, buscando los viñedos en flor y las vías del tren; matinales con el sol a punto de iniciarse, después de inacabables y calurosas noches de jarana…

Hay veces que necesito pararme delante de este decorado y contemplar, y orar en silencio para alimentar el culto al sol. No en vano esa tapia da al este. Para un grecolatino que, de vez en cuando, tiene sus picos de neurosis marmóreas, mirar al levante desde allí al amanecer supone esperar todavía que Febo-Apolo llegue hasta mí alguna mañana de agosto y me invite a un paseo por la tierra de Jonia que Cavafis tan bien aireó. Esa magia de la contemplación del amanecer lleva aparejado el misterio que para mí guarda la tapia. Es lo que sería el enigma de lo oculto, de lo que hay detrás, que se ceba con nuestra imaginación; y aún conociendo al dedillo lo que se esconde más allá, se me hace siempre una bendición no poder verlo, y esa negación me da pie a idearlo. Sé lo que hay detrás: sierras míticas, viñedos y olivares, alguna casa de campo con su grupúsculo de fronda alrededor… Y la vía del tren, ese otro camino endiosado desde la infancia y transitado tantísimo en la juventud. Si digo que el punto cero de mi vida está ahí quizá exagere, pero es este, probablemente, de todos mis orígenes, el que más busco, porque en él se argamasa gran parte de mi persona.

Ahora que el tiempo se ha uniformado en esta especie de no-vida, y que vagamos cabizbajos por el pasillo del hogar para asomarnos al balcón; ahora, digo, acercarme a lo que la pandemia me ha robado es vitamina, como el sol. Me vuelvo a mi punto cero, lo apunto y lo ensueño con toda la virginidad que me es posible. En estas mañanas de lluvia atlántica, traerlo a vivir a una tabla es asistir a un amanecer, a un salvaje renacimiento, porque siempre -por muy turbio que sea el tiempo en el que vivo- se me hace que el mundo acaba de empezar. Pero es también un deseo de que los días se vuelvan distintos y escogidos. Y es, sobre todo, un consciente ejercicio de encuentro con la patria.  

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