JOSÉ MARÍA DÍEZ

 
Vista de la sierra de Alange. Bolígrafo sobre papel, 1987 

 

LAS MORADAS DEL ALMA: LA SIERRA DE ALANGE 

Yo admiraba el Matterhorn con verdadero placer. En mi niñez, aquella fotografía de la enciclopedia de geografía la tenía almacenada en la cabeza con todo lujo de detalles: la nieve en las faldas dejando entrever las rocas azuladas por el efecto del cielo, puro y brillante. Esa fue mi primera geografía abrupta, y desde entonces, como vivía en una comarca plana, roma como la palma de la mano, busqué las alturas apasionadamente. No dejaba de preguntarme qué sentiría uno contemplando tal mole en un día de invierno gris y melancólico.

Pero en el plano de la realidad, mi primer hito geográfico de importancia (de altura mucho más modesta, sin duda) lo tenía a poco menos de treinta kilómetros al este. Mis recuerdos de aquellas rocas de la sierra de Alange me llevan a jornadas de fin de semana, por un campo donde había almendros que reventaban en primavera para endulzarnos la vista. Sonaban los goles en los transistores, y nosotros nos embarrábamos hasta el gaznate con toda la imprevisibilidad del mundo. A veces se me viene el frío de las tardes y los ecos de las cabras, confundidos con los mandatos de sus amos, todo ello con un sonido como de otra era. Y luego, la despedida, con la mole al fondo cobijando al pueblo que encendía sus primeras luces.

En mi adolescencia, los alrededores de Alange vinieron a darme sabores distintos, y otros matices en los olores. Pero, sobre todo, un posicionamiento nuevo ante la vida: yo quería vivir en el campo. Allí nos acompasaba un ritmo acorde con la naturaleza humana, a veces olvidada por exigencias y tasas que nos hacía pagar el asfalto, por muy abarcable que fuera el núcleo de población donde vivíamos. En la casa de campo de los padres de mis entrañables amigos Pepe y Manolo, pasábamos las primaveras entre amapolas y trinos de aves varias. Tomábamos las veredas hasta el río Matachel, que todavía no había sido engullido por el pantano, y nos refrescábamos entre la fronda, a veces con la melodía de Grandchester meadows, de Pink Floyd, zumbándonos todavía en los oídos. El aroma de esa canción todavía nos trae un cielo intensamente azul salpicado por bellísimos cúmulos matizando los múltiples verdes a su paso.   

Como hicimos de aquello un hábito, gran parte de nuestra juventud la pasamos allí. Después de las caminatas matinales, vara en mano, comíamos contundentemente las tortillas de patatas antes del sopor de la siesta. Desde el porche de la casa, el perfil armonioso de la sierra con su castillo árabe en la cumbre nos alegraba las tardes. Uno de los placeres más grandes que he experimentado en mi vida ha sido tomar el café con dulces que nos preparaba Piedad. Y entre bolla y perrunilla, tomaba bolígrafo y papel para guardarme la montaña en la morada del alma. De aquellas sentadas salieron algunos dibujos con varias técnicas. Años después, sin buscarlo, y sin propósito aparente, la retentiva vino a revivir, en mi estudio de Cádiz, aquellas grandes sentadas de juventud. A veces me pregunto por qué algunas de mis geografías han ido saliendo tan inconscientemente de los campos de Alange.

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