JOSÉ MARÍA DÍEZ

 
El tiempo escondido III. Grafito sobre papel, 22,5x14 cm

 

INSTINTO HISTORICO

El virus de la historia es una especie de morbo que, de algún modo, siempre produce placer, pero también una constante insatisfacción: quieres verlo todo claro, como si estuvieras viviendo aquello que pudo haber ocurrido hace doscientos, mil, dos mil años... Cuando paseo por el Teatro Romano de Mérida, por ejemplo, o cuando me adentro en el yacimiento fenicio de Gadir, en Cádiz, se produce en mis adentros esa dualidad de sensaciones dicotómicas. Por un lado, siempre queda la zozobra de no poder zambullirte de pleno en una vida, en un momento, en unas costumbres que ya perecieron. Sin embargo, me queda la otra cara, la que me satisface. Es fácil entrar en estados de una placidez casi mística, tal vez sedado por el silencio, ese preciado artículo que tan caro se vende. Es algo mágico, como verse poseído por dioses en los que creer.

Cuando me pongo a crear, tengo una idea estética de lo que quiero, de tal forma que las composiciones están en la cabeza, y salen casi automáticamente a la superficie del papel de bocetos, pero sin significado ninguno. Entonces, cuando lo que existe en la imaginación toma forma, a veces derivo en sensaciones que vienen de antiguo, y empiezo a destilar arquitecturas milenarias que me llegan a la memoria. Quiere decir esto que esas experiencias vividas a las que me refería, ese transitar por espacios antiguos, forman parte de mi, y viven pegadas a mi inconsciencia. 

Otras veces, sin embargo, los actos son totalmente conscientes. En la serie El tiempo escondido, se pueden ver algunos dibujos (El tiempo escondido III y El tiempo escondido IV) cuya esencia formal ha sido extraída de lugares concretos de Mérida, en este caso de los columbarios. Ese árbol está allí, y ese edificio en ruinas es el mismo que sufre las inclemencias del tiempo desde hace dos mil años, pero los fondos están desvirtuados, descoloridos por la imaginación. No trato, pues, de retratar, sino de interpretar. Vivo cierto grado de felicidad al ser poseído por ese instinto histórico del que me siento siervo.